El día que perdí mi virginidad había salido temprano del colegio y caminaba por el corredor de mi casa. Tenía catorce años. Al cruzar por la puerta del cuarto de mis padres escuché que me llamó mi papá.
―Almuerce y alístese que nos vamos para donde las putas ―dijo.
Dos meses atrás, en el descanso entre clases, tenía en mis manos un dedo de queso y una gaseosa. Caminaba hacia un grupo de compañeros que se reunían en círculo, todos en torno a Silvio quien hablaba de la masturbación. Nunca había escuchado esa palabra en mi vida y puse toda mi atención para enterarme de qué estaban hablando. Escuché que era una sensación muy fuerte; lo que salía se parecía a la leche condensada; esa leche venía de los testículos y se limpiaba con una media. Estaba muy perdido en medio de esa conversación. Mi experiencia con el sexo a esa edad era jugar al papá y la mamá con mi hermana, erecciones matutinas, algunos besos con mis primas y la revista porno “sueca” que mirábamos a escondidas en el salon de clase. Mi amigo Andrés se compadeció de mí y me explicó el resto de la conversación que me había perdido.
Andrés era una autoridad en el tema del sexo dentro de nuestro grupo de amigos. Él traía las revistas más grandes y con las mejores fotografías. Para mí una revista de esas no estaba al alcance de mi bolsillo y ni modo de pedirle a mi mamá una revista porno. Un día, Andrés
nos invitó a su casa a ver una película XXX. En el sofá de izquierda a derecha: Andrés, Fabián, Nilson, Gustavo, Carlos y yo. La cinta de VHS comenzó a rodar en el reproductor y todo iba muy bien de no ser por la mamá que estaba planchando detrás de nosotros y al darse cuenta de la temática de la película vociferó:
―¿Qué significa eso?
Andrés, como si no pasara nada, le contestó:
―Es una tarea para el colegio sobre sexualidad humana.
La película continuó rodando entre la incomodidad de esa sala. En la pantalla, una pelirroja con sus piernas bien abiertas y su coño bien peludo invitaba a su novio con acento españolete:
―¡Vamos tío! Méteme tu verga bien dura, ya la quiero sentir toda adentro.
Miré hacia atrás y la mamá de Andrés observaba fijamente la pantalla por encima de sus anteojos, mientras deslizaba la plancha por los pantalones de su marido. Una puerta se entreabrió. Era la del cuarto de la hermana de Andrés. Lorena asomó su cabeza disimuladamente percatándose de que su mamá no la viera. Vestía una pantaloneta muy corta que dejaba ver las grandes piernas que tenía y una blusita que apenas podía contener sus enormes senos. Se dio cuenta de que yo la miraba pero no le importó y fijó su mirada en el televisor. Ella tenía dieciocho años. Estaba por fuera de las posibilidades de todos los que estábamos en esa sala, nunca nos prestaría atención a unos niños. Los gemidos de la pelirroja, mientras actuaba un gran orgasmo, fueron la gota que derramó la paciencia de la cuatro ojos:
―¡Me apagan esa porquería ya mismo!
El timbre anunciaba el fin del descanso. Andrés no podía creer lo que escuchaba cuando le dije que nunca me había masturbado. Sacó del maletín una de sus grandes revistas. Llegué a mi casa, almorcé y me dirigí a mi pieza. Apenas vi las primeras páginas mi pene comenzó a manifestar vida. Estaba muy intrigado y al mismo tiempo entusiasmado. La revista contenía historias cortas de experiencias sexuales donde casi siempre la protagonista era una mujer y en medio de los párrafos aparecía una modelo desnuda muy sensual con las piernas abiertas, de par en par, exponiendo sus partes más íntimas sin ninguna vergüenza. Mi pene estaba a reventar y con mi mano la agarré fuertemente para iniciar la faena. Era la primera vez que mi pene se mojaba en esas cantidades de líquido preseminal, todo estaba húmedo y gracias al roce del prepucio con mi glande comenzaron a crearse pequeñas burbujas de lubricación. Aceleré el movimiento mientras en mi imaginación se desarrollaban escenas de lujuria con las modelos de la revista. Ya no importaba la lectura. Mi calentura era tal que mi mente creaba sus propias historias donde podía acercarme a ellas, acariciarlas, lamerlas y penetrarlas. Después de diez minutos sentí una sensación de éxtasis de la cual me haría adicto el resto de mi vida. Ese día entendí para qué servían las medias en estas situaciones, pues había olvidado traer el papel higiénico. Error de principiante.
Al parecer, todo mi comportamiento cambió abruptamente pues llegaba del colegio a mi pieza a masturbarme. Lo hacía hasta cinco o seis veces al día. Me la pasaba encerrado todo el tiempo y el papel higiénico se acababa mucho más rápido. Mis padres no se demoraron en comprender lo que sucedía. Mi papá, al no conocerme una novia o amiguita, tomó cartas en el asunto para direccionar toda esa lujuria hacia el sexo opuesto.
―¿Ya está listo? ―preguntó mi papá frente a la puerta cerrada de mi cuarto.
Salí listo para la aventura más espectacular de mi vida: perder mi virginidad. A esa edad creía que era lo más normal y correcto del mundo ir de putas con su progenitor, hasta que él me advirtió que no podría contarle nada a mi mamá. Ahí me di cuenta de que lo que estábamos haciendo no estaba del todo bien, lo cual me emocionó mucho más.
Nos dirigimos a un barrio llamado Guayaquil lleno de talleres de mecánica automotriz con sus enormes calendarios de mujeres exuberantes en diminutos vestidos de baño de dos piezas. “Estos se masturban en el trabajo”, pensaba. Llegamos a una casa de un solo piso cuya fachada no tenía ventanas y en vez de puerta tenía una cortina. Mi papá entró rápidamente al lugar y lo seguí como correspondía. Mis ojos se demoraron en adecuarse al cambio de luz, pero cuando por fin pude ver algo distinguí sillas y mesas muy viejas, en malas condiciones. Un piso en madera viejo y sucio se extendía hasta una pared llena de puertas que daban a pequeños cuartos oscuros. Señoras y señores mayores que al igual que el mobiliario no les quedaba mucho tiempo de uso. Me decepcioné pues me imaginaba un juego de luces de colores que recorría todo el lugar mientras las chicas se paseaban desnudas.
―¡Espéreme acá! ―dijo mi papá.
“Acá” era en un butaco frente a una tabla que hacía las veces de barra para colocar los tragos. Observé a algunas mujeres pero ninguna era de mi agrado. Mi papá siempre ha sido muy tacaño y no me sorprendía que me hubiera traído al lugar más barato que conocía. Cuando volví la vista para buscarlo, él había desaparecido. La sensación de abandono me abordó fuertemente pues aún no dejaba de ser un niño, pero algo dentro de mí me obligó a contener las lágrimas. Al fin y al cabo me encontraba en ese lugar para convertirme en un hombre. Pocos minutos después comencé a sentirme paranoico. Sentía que me miraban como zorros viendo al pobre polluelo a punto de ser devorado. En medio de todo ese antro se asomó una mujer que se distinguía de las demás por su porte, su belleza y su color de piel, pues las demas eran trigueñas o negras, ella era blanca de cabello negro. Por la edad que aparentaba, perfectamente podría ser mi mamá. Se acercó a mí y me tomó de la mano. No pude oponerme ante tanta belleza. Me condujo hasta un cuarto con muy poca iluminación y una cama sencilla, un nochero y una lámpara encima de este. Cuando ella cerró la puerta, me comentó:
―Hablé con tu papá, me dijo que te tratara bonito. Soy Susana.
Y con esas palabras me di cuenta de que el momento tan esperado había comenzado. Susana se sentó al borde de la cama y me invitó a su lado dándole un par de palmaditas al colchón. Obedecí sin titubear. Me preguntó mi nombre, mi edad y si alguna vez había estado con una chica. Con cara de tristeza moví mi cabeza de lado a lado. Desabotonó lentamente mi camisa. Cuando por fin me la quitó, se paró y me dio la espalda. Me pidió ayuda con el cierre de su vestido. Lo bajé y el vestido fue cayendo al piso lentamente resbalando por su cuerpo. Quedó en ropa interior y me enseñó cómo quitarle el sostén a una mujer. Me saqué los zapatos y ella me ayudó con mis pantalones. No podía apartar mis ojos de sus enormes pechos, los cuales se aproximaron a mi cara. Comencé a acariciarlos y sentí una sensación maravillosa, mucho mejor de la que había imaginado mientras me masturbaba con las revistas porno. La suavidad de sus senos era espectacular y no tardé en meterlos en mi boca impulsado por una pulsión primaria de mi ser. Me besó el rostro y comenzó a bajar con sus besos por todo mi cuerpo, pasó por mi cuello, mi pecho, mi abdomen hasta llegar a mis calzoncillos que seguían aprisionando mi gran erección. Ella liberó mi pene y sin meditarlo lo metió en su boca. Se sentía tan bien la humedad de su boca que por un momento creí que iba a eyacular. Se quitó sus calzones mientras me chupaba y sin sacar mi falo de su boca se fue girando hasta que su entrepierna quedó justo frente a mi rostro. Sin titubear comencé a lamer todo su coño peludo. Pensé que sabría raro pero el sabor de su vagina me excitó mucho más. Quería sorber hasta la última gota. Estaba tan concentrado en mi labor que olvidé la sensación de venirme rápidamente y solo quería devolverle el placer que ella me estaba haciendo sentir. Separó ese dulce manjar de mi cara, se dio vuelta y comenzó a besar mi boca; metí mi lengua lo más profundo que pude. Mientras me besaba introdujo mi verga en su carnosa vulva ayudada por su mano y cuando sintió que mi glande estaba ya dentro, metió el resto de mi pene de un solo empujón mientras soltaba un gemido de placer. Comenzó a cabalgarme con los ojos cerrados mientras yo tocaba sus senos y los apretaba. Y fue en ese mismo momento donde por primera vez comprendí que me causaba mucho más placer el goce de ella que el propio. Su disfrute era el mío. Quise tomar el control y le pedí que nos volteáramos. Ella no entendió mis intenciones y se puso en cuatro. Yo di gracias al cielo que no me hiciera entender y se la metí con fuerza. Ella recostó su pecho en la cama y su culo se respingó mucho más contra mí. Sentí cómo su mano acariciaba mis testículos mientras yo la penetraba una y otra vez sin el afán de venirme, solo disfrutando del momento. Todo terminó en un misionero, mi postura preferida desde ese día. Podía ver su cara de señora mayor sentir placer mientras la penetraba profundamente. Ella abría cada vez más sus piernas para que yo pudiera llegar hasta donde quisiera. La besé y ella aceptó toda mi lengua, la chupaba con fuerza como si quisiera extraer toda mi vida con un beso. La sensación del orgasmo fue tan abrumadora que me quedé totalmente tieso. Susana se dio cuenta de mis espasmos y agarró mis nalgas con sus manos para mantener mi falo en su ser. En mi cabeza se sentían explosiones de placer mientras chorros de semen llenaban las entrañas de Susana. Ella movía sus caderas para prolongar mi orgasmo. Dejé caer todo mi peso sobre su cuerpo. Acarició mi espalda y mi pelo mientras yo volvía en sí. Me he masturbado durante muchos años con este recuerdo.
Al salir del cuarto, Susana me dijo que era un mentiroso, que esa no era mi primera vez. Lo tomé como un halago. También me dijo que besaba muy bien y que las chicas se iban a enamorar de ese pene tan rico que yo tenía. Pensé que a partir de ese día no iba a parar de follar, pero pasarían muchos años antes de estar con otra mujer.
―¿Cómo le fue? ―preguntó mi papá cuando ya estábamos en la calle.
―Bien ―contesté a secas.
No quería compartir con nadie ese momento. Era solo mío.
―¿Se puso condón? ―preguntó mientras volteaba a mirarme.
―Sí.
Mentí.
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